miércoles, 11 de septiembre de 2013

“LA SERPIENTE EMPLUMADA”. Misticismo y desarrollo.


….”Tenia yo ya el bastón en mi mano derecha. Lo dejé caer para apoyarme en el respaldar de la banca y con la mano izquierda pude tocar la parte dolorida de mi pierna. Cuando estaba inclinado me di cuenta de lo que acababa de decir, y levanté la cabeza para mirar a este hombre, sintiendo que tenía el rostro encendido de vergüenza. Pero él sonreía inmutable, y con la misma expresión cariñosa y amable, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo:

-Amén.

Tan violento fue el choque que esto me produjo, que no pude contener la risa y fue necesario que me tapase la boca con la mano para no provocar un escándalo. Acababa yo de decir una barbaridad ante este hombre que, a todas luces, tomaba muy en serio esta función religiosa.

Sin embargo, no sólo no se había mostrado violento ni molesto, sino que incluso había disipado mi vergüenza y mi culpabilidad de un modo tal que yo había caído en la más franca hilaridad.

Porque así como soy violento, tengo la risa fácil. Lo uno va con lo otro.

Hice un esfuerzo y me repuse hasta donde pude. Tomé el bastón y comencé a salir con mi acostumbrada torpeza. Este hombre ni siquiera hizo un ademán para ayudarme, y por ello me sentí agradecido. Su "amén" ya era una concesión notable a mi debilidad.

Cuando estuvimos afuera, sin embargo, me consideré obligado a darle una explicación, de modo que lo detuve y le dije:

-Señor, le ruego perdonarme. Créame que ha sido una exclamación involuntaria. El dolor fué muy agudo.

-Comprendo,- me dijo él. Esos dolores son verdaderamente agudos. Dadas las circunstancias, su exclamación es natural. No tiene porqué disculparse ante mí.

Confieso que pasó mucho tiempo antes de que entendiese su frase. Aun ahora me parece inexplicable. Pero en ese momento ni pensé en ello ya que estaba preocupado en formular mis disculpas y corresponder con decoro a las deferencias que él había tenido conmigo, de modo que le dije:

-Me doy cuenta de que mi exclamación debe haberle herido en su devoción. Ha sido Ud. demasiado deferente conmigo y no quisiera producirle un desagrado. Al fin y cabo, mi devoción no es igual a la suya; yo no vengo al templo a adorar ni a pedir perdón por mis pecados porque sé que no tienen perdón y que, además, no lo merezco. Vengo a pedir ayuda para menesteres muy poco espirituales. Como podrá Ud. ver, sumo un pecado a otro, y todo por un dolor en la pierna.

Fué en esta oportunidad en que me endilgó su primera paradoja. Hablando muy intencionada y pausadamente, dijo:

-Lo mismo que el bien y la virtud, el pecado y el mal sólo pueden darse en la vigilia. Quien duerme, duerme; para el dormido no hay pecado, como no hay bien ni hay virtud. Hay solamente sueño.

Lo miré expresando cierta sospecha de hallarme frente a un loco, pero su mirada era tan limpia, estaba tan fija en mis ojos, sin por ello ser impertinente, que vacilé antes de completar mi juicio. No dije nada. Él continuó:

-En realidad, nadie peca deliberadamente; nadie puede hacer el mal deliberadamente. En el sueño las cosas son como son y de la única manera en que pueden ser. Cuando se está dormido, no se tiene control ni dominio sobre lo que ocurre en los sueños.

-Confieso que no puedo entenderle,- dije.

-Es solamente natural que así sea. Olvide este incidente que no tiene mayor importancia.

-Pero mucho me temo que le haya herido a Ud. con esa expresión totalmente involuntaria.

-No, no me ha herido Ud. en forma alguna. Se ha herido a sí mismo. La inmensa mayoría de los hombres se hieren a sí mismos en esa forma, justamente porque casi todo cuanto piensan, sienten y hacen es involuntario.

-Me agradaría poder comprenderle. Lo que me dice es muy confuso y lamento que mis preocupaciones no me permitan reflexionar sobre el sentido de sus palabras.

-Aún en el sueño el hombre tiene cierto poder de elección, muy limitado por cierto; pero lo tiene. De todos modos, cuando lo ejercita, este poder aumenta. Si su interés en comprender es sincero y profundo no le será difícil darse cuenta de que el hombre dormido puede elegir entre despertar y seguir durmiendo.

No estaba yo interesado en acertijos de esta especie. Sin embargo, me atrajo la manera de hablar de este hombre. Pero tenía prisa en llegar a mi oficina para ver si se había cumplido o no mi último pronóstico. Además, la crisis general en Europa nos traía a todos muy atareados, de modo que mi ánimo no estaba predispuesto a meditar en las cosas que acababa de oír. Para no pecar de grosero, le dije:

-Seguramente lo que Ud. dice es muy cierto. Al menos, en mi caso así lo es. Me siento aliviado de no haberle ofendido en sus sentimientos religiosos. Trataré de ser más cuidadoso en el futuro. Ahora le ruego me disculpe, pues debo ir a mi trabajo.

Estaba a punto de decirle el acostumbrado "hasta luego", cuando él me interrumpió:

-No tengo rumbo fijo, de modo que si me lo permite le acompañaré.

Yo siempre había evitado la compañía de amigos y conocidos, sabiendo que mi cojera les producía impaciencia en vista de que yo debía poco menos que arrastrar la pierna herida. Y estaba a punto de decirle que no, que tenía mucha prisa, cuando advertí lo incongruente de mi disculpa. No podía, en forma alguna, hablar yo de andar aprisa. No sabiendo que hacer, sólo atiné a decirle:

-Con el mayor gusto.

Pero interiormente hervía de rabia. Este hombre se imponía sobre mi voluntad de una manera tan suave, y a la vez tan resuelta, que no pude ocultar mi irritación y comencé a moverme en silencio. Cada uno de sus gestos fué, sin embargo, considerado. Mientras yo bajaba dificultosamente los escalones del templo hacia la vereda, él me dijo que se adelantaría a comprar cigarrillos.

Cuando nuevamente estuvimos juntos, jugó con el paquete y al llegar a la esquina no tuvo aquel piadoso gesto, que tanto me irritaba en los demás, de ayudarme a cruzar hacia la vereda opuesta. Caminó a mi lado muy naturalmente, como si mi andar fuese el de un hombre normal. No obstante, me parece que él captó mi irritación interior, pues me dijo:

-Los dolores como el que Ud. sufre son lo que Ud. expresó en la iglesia. Y me agradaría que lo arrojase fuera de sí.

Esto únicamente aumentó mi irritación. Estuve a punto de decirle que la compasión me era enfermante y que, de todos modos, a él mal podía en verdad importarle si yo estaba o no sufriendo un dolor. Pero algo me contuvo, y guardé silencio. Caminábamos a mi paso, muy lentamente.

Durante un trecho ambos guardamos silencio. Comencé a recordar que a mi vez, en más de una oportunidad, yo también había deseado vivamente la desaparición de los dolores que sufrían otros heridos más graves, especialmente en los hospitales de sangre. De modo que pensé que quizás este hombre no era un hipócrita al decirme lo que sentía con respecto a lo mío. Comencé a sentirme más tranquilo y a la vez cobré más confianza hacia él. Me ofreció un cigarrillo y al observar mi ademán de buscar fósforos en el bolsillo, con el bastón colgado al brazo, me dejó hacer. Sentí simpatía por él, y decidí confiarle mi bochornoso secreto:

-Espero no ofenderlo con lo que le voy a decir, pero la realidad es que acudo a la iglesia a ver si ayudándome con las oraciones obtengo un poco más de entendimiento con que desempeñarme mejor en mi empleo. Espero así ganarme un aumento de sueldo. Lo necesito y trabajo horas extras para poder costear la operación de mi pierna y quedar sano. Pero no piense Ud. que yo espero que me ocurra un milagro; pido, además, otras cosas que quizás sean demasiado mezquinas.

-Comprendo, me dijo.

-Espero poder juntar la suma necesaria dentro de poco. Cuando pueda caminar bien podré trabajar mejor y hacerme de una carrera y de un nombre.

-Por lo visto tiene Ud. un propósito bastante preciso.

-Bueno; sin un propósito preciso es muy poco lo que uno puede hacer, le dije.

-Es una gran cosa tener un propósito preciso, saber lo que se quiere. Es mucho más importante de lo que los más imaginan. Pero son muy contados los hombres que realmente saben lo que quieren en la vida; algunos creen saberlo, pero se equivocan. Confunden los fines con los medios que usan, y a veces sucede que los medios son su verdadera finalidad. Pero como los ven como medios, porque no pueden ver más ni mejor, utilizan grandes y sublimes medios para fines bastantes mezquinos. Así es como se prostituye el conocimiento.

Este comentario me produjo un malestar interior y contesté:

-¿Se refiere Ud. a mi caso, al hecho de que no acudo a la iglesia con fines espirituales?

- No,- me dijo él-. Hablo en términos generales. No creo que Ud. me haya autorizado para tratar directamente las cosas íntimas suyas. Por lo demás, cuando quiero decir una cosa la digo directamente y sin rodeos.

- Quizás le llame a Ud. la atención mi actitud en la iglesia. Pero es el caso que no sé rezar, tampoco sé adorar. Sólo sé pedir, y pido a mi manera. La religión dejó de interesarme por muchas razones.

-Pero, por lo visto, Ud. no ha perdido la fe y eso es lo único que verdaderamente importa.

Tanto más en su caso particular. Hay mucho que decir sobre la fe. Es algo que debe crecer en el hombre. Y en cuanto a saber rezar, es más sencillo de lo que Ud. supone. En nuestros tiempos se ha complicado mucho el sentido de la oración. Yo opino que cuando se sabe lo que se quiere y se lucha por alcanzarlo, aún cuando no se lo formule en palabras, se está en permanente oración.

Alguna vez leí en alguna parte que todo querer profundo es una oración y que jamás queda sin respuesta; el hombre siempre recibe aquello que pide. Pero como por lo general el hombre no sabe lo que su corazón realmente quiere, tampoco sabe pedir lo que mejor le conviene.

De ahí que estime que el Padre Nuestro, por ejemplo, es una oración accesible tan sólo a un corazón sediento de verdad y hambriento de bien. Todo verdadero milagro estriba en eso, pero el hombre moderno ya no lo ve en esta forma, y también ha perdido el verdadero sentido de lo milagroso. Lo busca fuera de sí mismo, en lo fenomenal. El hombre moderno ha olvidado muchas cosas sencillas y este olvido es la verdad subyacente en el concepto del pecado original.

- Yo no creo en los milagros, repuse.

- Es posible que tal sea su formulación. Pero permítame que ponga en duda sus palabras.

- ¿Cómo no voy a saber lo que yo mismo creo?

- Los hechos lo revelan. Es muy sencillo, si los observa bien. Si Ud. no creyese en lo milagroso no acudiría a la iglesia.

Y sin darme una oportunidad para responder, se despidió diciendo:

- He disfrutado mucho de su compañía. Se lo agradezco. Quizás podamos volver a estos temas si Ud. tiene interés en ellos. ¿Irá Ud. mañana a la iglesia?

- Con seguridad, le dije. Si estoy vivo.

- Y si Dios lo permite, agregó él muy seriamente”...........

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