….”Tenia yo
ya el bastón en mi mano derecha. Lo dejé caer para apoyarme en el respaldar de
la banca y con la mano izquierda pude tocar la parte dolorida de mi pierna.
Cuando estaba inclinado me di cuenta de lo que acababa de decir, y levanté la
cabeza para mirar a este hombre, sintiendo que tenía el rostro encendido de
vergüenza. Pero él sonreía inmutable, y con la misma expresión cariñosa y
amable, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo:
-Amén.
Tan violento
fue el choque que esto me produjo, que no pude contener la risa y fue necesario
que me tapase la boca con la mano para no provocar un escándalo. Acababa yo de
decir una barbaridad ante este hombre que, a todas luces, tomaba muy en serio
esta función religiosa.
Sin embargo,
no sólo no se había mostrado violento ni molesto, sino que incluso había
disipado mi vergüenza y mi culpabilidad de un modo tal que yo había caído en la
más franca hilaridad.
Porque así
como soy violento, tengo la risa fácil. Lo uno va con lo otro.
Hice un esfuerzo
y me repuse hasta donde pude. Tomé el bastón y comencé a salir con mi
acostumbrada torpeza. Este hombre ni siquiera hizo un ademán para ayudarme, y
por ello me sentí agradecido. Su "amén" ya era una concesión notable
a mi debilidad.
Cuando
estuvimos afuera, sin embargo, me consideré obligado a darle una explicación,
de modo que lo detuve y le dije:
-Señor, le
ruego perdonarme. Créame que ha sido una exclamación involuntaria. El dolor fué
muy agudo.
-Comprendo,-
me dijo él. Esos dolores son verdaderamente agudos. Dadas las circunstancias,
su exclamación es natural. No tiene porqué disculparse ante mí.
Confieso que
pasó mucho tiempo antes de que entendiese su frase. Aun ahora me parece
inexplicable. Pero en ese momento ni pensé en ello ya que estaba preocupado en
formular mis disculpas y corresponder con decoro a las deferencias que él había
tenido conmigo, de modo que le dije:
-Me doy
cuenta de que mi exclamación debe haberle herido en su devoción. Ha sido Ud.
demasiado deferente conmigo y no quisiera producirle un desagrado. Al fin y
cabo, mi devoción no es igual a la suya; yo no vengo al templo a adorar ni a
pedir perdón por mis pecados porque sé que no tienen perdón y que, además, no
lo merezco. Vengo a pedir ayuda para menesteres muy poco espirituales. Como
podrá Ud. ver, sumo un pecado a otro, y todo por un dolor en la pierna.
Fué en esta
oportunidad en que me endilgó su primera paradoja. Hablando muy intencionada y
pausadamente, dijo:
-Lo mismo
que el bien y la virtud, el pecado y el mal sólo pueden darse en la vigilia.
Quien duerme, duerme; para el dormido no hay pecado, como no hay bien ni hay
virtud. Hay solamente sueño.
Lo miré
expresando cierta sospecha de hallarme frente a un loco, pero su mirada era tan
limpia, estaba tan fija en mis ojos, sin por ello ser impertinente, que vacilé
antes de completar mi juicio. No dije nada. Él continuó:
-En
realidad, nadie peca deliberadamente; nadie puede hacer el mal deliberadamente.
En el sueño las cosas son como son y de la única manera en que pueden ser.
Cuando se está dormido, no se tiene control ni dominio sobre lo que ocurre en
los sueños.
-Confieso
que no puedo entenderle,- dije.
-Es
solamente natural que así sea. Olvide este incidente que no tiene mayor
importancia.
-Pero mucho
me temo que le haya herido a Ud. con esa expresión totalmente involuntaria.
-No, no me
ha herido Ud. en forma alguna. Se ha herido a sí mismo. La inmensa mayoría de
los hombres se hieren a sí mismos en esa forma, justamente porque casi todo
cuanto piensan, sienten y hacen es involuntario.
-Me
agradaría poder comprenderle. Lo que me dice es muy confuso y lamento que mis
preocupaciones no me permitan reflexionar sobre el sentido de sus palabras.
-Aún en el
sueño el hombre tiene cierto poder de elección, muy limitado por cierto; pero
lo tiene. De todos modos, cuando lo ejercita, este poder aumenta. Si su interés
en comprender es sincero y profundo no le será difícil darse cuenta de que el
hombre dormido puede elegir entre despertar y seguir durmiendo.
No estaba yo
interesado en acertijos de esta especie. Sin embargo, me atrajo la manera de
hablar de este hombre. Pero tenía prisa en llegar a mi oficina para ver si se
había cumplido o no mi último pronóstico. Además, la crisis general en Europa
nos traía a todos muy atareados, de modo que mi ánimo no estaba predispuesto a
meditar en las cosas que acababa de oír. Para no pecar de grosero, le dije:
-Seguramente
lo que Ud. dice es muy cierto. Al menos, en mi caso así lo es. Me siento
aliviado de no haberle ofendido en sus sentimientos religiosos. Trataré de ser
más cuidadoso en el futuro. Ahora le ruego me disculpe, pues debo ir a mi
trabajo.
Estaba a
punto de decirle el acostumbrado "hasta luego", cuando él me
interrumpió:
-No tengo
rumbo fijo, de modo que si me lo permite le acompañaré.
Yo siempre
había evitado la compañía de amigos y conocidos, sabiendo que mi cojera les
producía impaciencia en vista de que yo debía poco menos que arrastrar la
pierna herida. Y estaba a punto de decirle que no, que tenía mucha prisa,
cuando advertí lo incongruente de mi disculpa. No podía, en forma alguna,
hablar yo de andar aprisa. No sabiendo que hacer, sólo atiné a decirle:
-Con el
mayor gusto.
Pero
interiormente hervía de rabia. Este hombre se imponía sobre mi voluntad de una
manera tan suave, y a la vez tan resuelta, que no pude ocultar mi irritación y
comencé a moverme en silencio. Cada uno de sus gestos fué, sin embargo,
considerado. Mientras yo bajaba dificultosamente los escalones del templo hacia
la vereda, él me dijo que se adelantaría a comprar cigarrillos.
Cuando
nuevamente estuvimos juntos, jugó con el paquete y al llegar a la esquina no
tuvo aquel piadoso gesto, que tanto me irritaba en los demás, de ayudarme a
cruzar hacia la vereda opuesta. Caminó a mi lado muy naturalmente, como si mi
andar fuese el de un hombre normal. No obstante, me parece que él captó mi
irritación interior, pues me dijo:
-Los dolores
como el que Ud. sufre son lo que Ud. expresó en la iglesia. Y me agradaría que
lo arrojase fuera de sí.
Esto
únicamente aumentó mi irritación. Estuve a punto de decirle que la compasión me
era enfermante y que, de todos modos, a él mal podía en verdad importarle si yo
estaba o no sufriendo un dolor. Pero algo me contuvo, y guardé silencio.
Caminábamos a mi paso, muy lentamente.
Durante un
trecho ambos guardamos silencio. Comencé a recordar que a mi vez, en más de una
oportunidad, yo también había deseado vivamente la desaparición de los dolores
que sufrían otros heridos más graves, especialmente en los hospitales de
sangre. De modo que pensé que quizás este hombre no era un hipócrita al decirme
lo que sentía con respecto a lo mío. Comencé a sentirme más tranquilo y a la
vez cobré más confianza hacia él. Me ofreció un cigarrillo y al observar mi
ademán de buscar fósforos en el bolsillo, con el bastón colgado al brazo, me
dejó hacer. Sentí simpatía por él, y decidí confiarle mi bochornoso secreto:
-Espero no
ofenderlo con lo que le voy a decir, pero la realidad es que acudo a la iglesia
a ver si ayudándome con las oraciones obtengo un poco más de entendimiento con
que desempeñarme mejor en mi empleo. Espero así ganarme un aumento de sueldo.
Lo necesito y trabajo horas extras para poder costear la operación de mi pierna
y quedar sano. Pero no piense Ud. que yo espero que me ocurra un milagro; pido,
además, otras cosas que quizás sean demasiado mezquinas.
-Comprendo,
me dijo.
-Espero
poder juntar la suma necesaria dentro de poco. Cuando pueda caminar bien podré
trabajar mejor y hacerme de una carrera y de un nombre.
-Por lo
visto tiene Ud. un propósito bastante preciso.
-Bueno; sin
un propósito preciso es muy poco lo que uno puede hacer, le dije.
-Es una gran
cosa tener un propósito preciso, saber lo que se quiere. Es mucho más
importante de lo que los más imaginan. Pero son muy contados los hombres que
realmente saben lo que quieren en la vida; algunos creen saberlo, pero se
equivocan. Confunden los fines con los medios que usan, y a veces sucede que
los medios son su verdadera finalidad. Pero como los ven como medios, porque no
pueden ver más ni mejor, utilizan grandes y sublimes medios para fines
bastantes mezquinos. Así es como se prostituye el conocimiento.
Este
comentario me produjo un malestar interior y contesté:
-¿Se refiere
Ud. a mi caso, al hecho de que no acudo a la iglesia con fines espirituales?
- No,- me
dijo él-. Hablo en términos generales. No creo que Ud. me haya autorizado para
tratar directamente las cosas íntimas suyas. Por lo demás, cuando quiero decir
una cosa la digo directamente y sin rodeos.
- Quizás le
llame a Ud. la atención mi actitud en la iglesia. Pero es el caso que no sé
rezar, tampoco sé adorar. Sólo sé pedir, y pido a mi manera. La religión dejó
de interesarme por muchas razones.
-Pero, por
lo visto, Ud. no ha perdido la fe y eso es lo único que verdaderamente importa.
Tanto más en
su caso particular. Hay mucho que decir sobre la fe. Es algo que debe crecer en
el hombre. Y en cuanto a saber rezar, es más sencillo de lo que Ud. supone. En
nuestros tiempos se ha complicado mucho el sentido de la oración. Yo opino que
cuando se sabe lo que se quiere y se lucha por alcanzarlo, aún cuando no se lo
formule en palabras, se está en permanente oración.
Alguna vez
leí en alguna parte que todo querer profundo es una oración y que jamás queda
sin respuesta; el hombre siempre recibe aquello que pide. Pero como por lo
general el hombre no sabe lo que su corazón realmente quiere, tampoco sabe
pedir lo que mejor le conviene.
De ahí que
estime que el Padre Nuestro, por ejemplo, es una oración accesible tan sólo a
un corazón sediento de verdad y hambriento de bien. Todo verdadero milagro
estriba en eso, pero el hombre moderno ya no lo ve en esta forma, y también ha
perdido el verdadero sentido de lo milagroso. Lo busca fuera de sí mismo, en lo
fenomenal. El hombre moderno ha olvidado muchas cosas sencillas y este olvido
es la verdad subyacente en el concepto del pecado original.
- Yo no creo
en los milagros, repuse.
- Es posible
que tal sea su formulación. Pero permítame que ponga en duda sus palabras.
- ¿Cómo no
voy a saber lo que yo mismo creo?
- Los hechos
lo revelan. Es muy sencillo, si los observa bien. Si Ud. no creyese en lo
milagroso no acudiría a la iglesia.
Y sin darme
una oportunidad para responder, se despidió diciendo:
- He
disfrutado mucho de su compañía. Se lo agradezco. Quizás podamos volver a estos
temas si Ud. tiene interés en ellos. ¿Irá Ud. mañana a la iglesia?
- Con
seguridad, le dije. Si estoy vivo.
- Y si Dios
lo permite, agregó él muy seriamente”...........
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